Toda guerra es un incendio, una gran hoguera de temores primigenios que arrasa con lo que sea que se ponga en el camino. No hay una sola de ellas que encuentre su fin en el escenario del mundo en tanto el humano que las libra se sostenga fragmentado en su fuero interno. La primera de todas las batallas (y la última) se desarrolla, pues, puertas adentro, en la mente de quien las alimenta, de modo que el primer enemigo (...y el último) siempre es íntimo. Allí, la primera controversia.
El primer miedo, que es amor no reconocido, y todo lo que de él deviene, el odio, el rencor, el orgullo, nace en el doloroso sentimiento inicial de creernos abandonados en una realidad que percibimos manifestarse hostil y ajena y que, en realidad, no hace otra cosa más que reflejar fielmente nuestro propio paisaje. Así, cuanto más nos adentramos en esta ilusión que nos muestra separados, divididos de los otros, aislados de todo, más se acrecienta la sensación de indefensión y, con ella, la convicción de que estamos en peligro inminente, a lo cual respondemos con más de lo mismo.

Lograr sentar las partes del conflicto intrapersonal a la mesa de la conciliación es la resultante de un proceso vital, el de nuestra personalidad, y, aún, el de la humanidad en su conjunto, de modo que ocurrirá cuando se esté listo para ello, maduro, a punto, respetándose, así, los propios tiempos.

Sólo cuando reconozcamos como Causa y Fundamento de todo la Primera Instancia a partir de la cual "somos", nos reconectaremos con la esencia que nos nutre de vida, recuperando la conciencia de unidad.

Tal vez, la comprensión llegue recién cuando, de nuestro bosque en llamas, ya no quede nada más por arder.