Cada pasillo se detiene, se suspende en una húmeda y silenciosa obscuridad sin fin. Entre puerta y puerta, habita el vacío.
Te llevo en andas.
Abro la próxima.
La claridad nos encandila. Está cálido y agradable. El sol acaricia.
Me mirás a los ojos y me pedís casi sin palabras que nos quedemos aquí, que no sigamos adelante, no por hoy. Volvés a recostar tu cabecita sobre mi hombro y te sumís en tus abismos. Tan liviana y, sin embargo, pareciera que cargás encima el peso de una eternidad. Comprendo. Estás agotada, desvitalizada y necesitás nutrirte de la luz.
Subimos a los tejados rojos. Escabrosos. Superpuestos. Habrá seguramente algún rincón iluminado, apacible donde podamos detenernos a descansar, a que te recuperes.
Te miro y callo. Te siento tan entrañable. Tan lúcida y vulnerable…
He de ser tu escudo mientras me asistan las fuerzas. Mas un día, habiendo atravesado ya todos y hasta el último de los pasillos, habiendo traspasado la última puerta, allí nos despediremos y seguirás sola, ahora a la luz, ahora en la luz, para reencontrarnos, cuando el momento sea llegado, más allá de los espejos.
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