Hugo, sentado en la vereda. Su espalda apoyada al descuido contra la columna en la fachada de un edificio público, templando está las cuerdas de su guitarra al amparo de una noche fría y húmeda que lo abraza. A su lado, la corriente excitada del gentío va y viene sin reparar en su presencia. Inclinado sobre el fragante cuerpo hecho madera de su amada, la toca, la acaricia, la huele, vuelca sobre ella su escucha amorosa y la oye susurrar, tal vez desde ensueños, una melodía tan cálidamente bella como casi imperceptible, la mira... con sus ojos ciegos al oropel de un mundo estridente, encandilante, pero vivos y abiertos a las realidades sutiles. Sigilosamente me detengo muy próxima a él. Me acuclillo. No me ve y sabe que estoy allí. Un acuerdo tácito entre los dos, pactado desde el silencio, me abre generosamente las puertas para entrar en la dimensión de su sensibilidad. Está ocurriendo justo ahora. Un corazón y otro corazón se encuentran, se reconocen y hay fiesta... y la melodía que mana del alma celebra y retoña y echa zarcillos floridos que trepan a nuestros cuerpos de luz encendiendo dorados reflejos, divinos resplandores. Dulcemente llueve mi íntimo cielo desbordando emociones y me vuelvo más blanda, más clara, más cristalina en el espíritu que se yergue soñándome, cantando mi carne apasionada y vibrante.
Y Hugo…, sentado en la vereda.