Hace ya algunos años, caminaba, la noche del 24 de diciembre, por la céntrica Peatonal Córdoba de Rosario. La hora, tal vez, entre las 21,30 y 22,00. Volvía de charlar con el río…
Relajadamente desierto, el paisaje a mi retorno. En la plaza 25 de Mayo, un revuelo de murciélagos pasó en vuelo rasante sobre mi cabeza, alborotados por el tañido de los bronces soltados al aire, desde el campanario de la Catedral. Sólo, algún que otro vehículo rezagado transitaba las arterias transversales.
Apoltronado, en medio de un montículo de cartones, bolsas y trapos, en un rincón del edificio del Banco Nación, un anciano de espesa barba cana y rasgos duros me saludó con un gesto gentil y amable diciendo "¡Buenas noches y... feliz Noche Buena!", mientras alzaba "el mate" a modo de simbólica celebración. Ensimismada como venía, me sorprendió su voz cortando el silencio y una oleada de alegría inexplicable le dio un vuelco a mi corazón dentro del pecho. Me abstraje mirándolo unos segundos que fueron, sin dudas, una de esas eternidades de las cuales uno nunca quisiera volver. Le sonreí y le devolví un "¡Buenas noches… y feliz Noche Buena también para usted!" y otra sonrisa (¿"QUIÉN" estaba en línea, desde el otro lado de ese rostro, de ese personaje, llamándome, trayéndome desde mis cavilaciones de nuevo a una consciencia presente?). Me hubiese quedado con gusto sentada a su lado, compartiendo, "amargo" mediante, alguna conversación amigable, sincera, tan fluída y mansa como las aguas del río. Pero también a mí me esperaban...

Continué la marcha. A los pocos pasos, un perro de mediana alzada, sediento y asustado por las estampidas de los primeros fuegos de artificio de la velada, se apegó a mí. Acepté contenta su compañía y anduvimos a la par un largo trecho, mientras acariciaba sus orejas suaves, aunque tensas. Estaban haciendo unas temperaturas elevadísimas y el porcentaje de humedad resultaba, francamente, abrumador. La lengua del animal, pastosa y jadeante, sus ojos desorbitados, hablaban a las claras de un estado avanzado de deshidratación. Recordé, entonces, que, a lo largo de mi travesía, había visto, en una esquina nada lejana de allí, algunas bandejas plásticas con agua que algún humano sensible había dejado, seguramente, a tales fines. Lo conduje hasta el lugar. Me acuclillé, mostrándole el recipiente. Desesperadamente, se abalanzó y comenzó a beber sin detenerse. Así fue que, palmeándole cariñosamente su cuarto trasero, me despedí de él encomendándoselo a la Vida.

Proseguí, ya, mi último tramo. Se veían, tras los ventanales, familias reunidas en torno a las mesas “navideñas”, cumpliendo metódicamente con las tradiciones, con los procedimientos acostumbrados para estos momentos, aguardando el toque de la media noche (ni un minuto antes ni uno después) para saludarse y abrir regalos y luego el brindis y más comida... y así...

Mientras tanto, acababa de vivir, en las solitarias calles, mi propio recogimiento interior: a modo de santo y seña, dos guiños del CRISTO REVELADO que MORA EN y ENTRE NOSOTROS, MANIFESTADO EN LO ANÓNIMO, sin importar los huéspedes desde los cuales se deja ver, sólo para recordarme LA ESENCIA DEL PULSAR ÍNTIMO, FUNDAMENTO DE TODA EXPERIENCIA DE VIDA, VIBRACIÓN DE AMOR INCONDICIONAL, LA QUE POR TRASCENDER TODA LIMITACIÓN, PERDURA, AÚN, cuando ya no quedan más bocados dulces ni espumantes bebidas en las copas para saborear, todavía, cuando, luego de despedir a los invitados tras una noche bastante ruidosa y periférica, las últimas luces se apagan y el músculo se abandona al descanso, al cabo de una aturdida, ajetreada y, a menudo, inconsciente jornada.

(foto tomada de la web)





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