"Vamos, rápido... Todos aquí, sentados en el suelo", vocifera un hombre de mediana edad con acento claramente correntino a un contingente de adolescentes alborotadísimos por las luces, el tráfico y el generoso desborde visual a su alrededor. Los observo sin detenerme, me sonrío amable y continúo mi marcha. Mi destino, ya a pocos metros: la ribera del río. La noche, cálida y por demás húmeda, guarda una luminosidad escasa. En lo alto, hacia el occidente, se deja contemplar el velo en cuarto creciente de una luna femeninamente discreta, sugerente. Llevo la mirada al frente. Una fina bruma resplandece pálida y desdibuja hacia adelante el horizonte, sumiéndolo en los abismos de una negrura que impone silencio. Cielo y tierra se funden en un tercer espacio inconcreto, tal vez, inexistente. Siento algo que me llama, que me convoca desde la pardura misma de las aguas. Una fascinación que no comprendo se libera en mi torrente y me invita a caminarlas con este sentir mío sediento de la mística belleza que de ellas emana.
Es este fugaz instante un caleidoscopio de lo eterno, acaso el susurro de un Universo que, ante mí, así se revela en su inmensidad...











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