La mirada interna dispensa una puerta por la que entrar a un tiempo propio y difuso, como si se atravesara, sin esfuerzo alguno, el velo de un espejo que linda realidades. Cercano, entrañable, íntimo es ese momento. Habiendo aguardado por nosotros, viene ahora, así, a nuestro rescate, extraviados como estamos entre los pliegues de rutinas escaradas y sangrantes. Una nueva luz proyecta, sobre las formas blandas y amables, penumbras suaves y tibias y una oleada de sensaciones extrañamente familiares bosteza en nuestro hastío los mágicos colores de aquellos recuerdos de lo, aún, no vivido.
En silencio quedamos mientras vamos volviendo de las lánguidas brumas del letargo. Y se despliega por delante el estrellado salón de los infinitos mil rumbos, alentando el primer paso.
Destellos, matices, reflejos, sonoridad de alondras aleteando...
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