Uno se extravía de sí mismo cuando se esfuerza en adecuarse a perspectivas ajenas, como si zapatos fueran muy a la moda, pero de hormas reñidas con las siluetas de nuestros pies; cuando se empecina en impostar voces que, con todo y sus atractivos, no son propias porque no nacen en lo profundo de la gruta íntima, porque no nos traen la peculiar palabra y, por eso, no pueden contar nuestra historia, amasada en la experiencia recogida en el camino. Asumir una identidad fingida es tan lacerante como portar una corona de espinas, una lanzada al costado derecho de nuestra individualidad (o al izquierdo o, aún, a ambos lados...), como unos clavos que nos sujetan fuerte las manos al ingrato madero de las propias autoexigencias.
Soltarnos de esto requiere de nosotros, tan sólo, sostener fuerte y claro la intención de volver a manifestarnos genuinos a pesar de todo(s), descubriendo que los óleos de nuestra paleta iridiscente son tan deslumbrantes y únicos como irrepetibles y que el paisaje de este mundo quedará mustio y huérfano de nuestra impronta, desnudo de nuestros singulares colores si persistimos en ignorarlos, confinándolos a las sombras del olvido.
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