Un estado de cosas no se cambia de afuera hacia adentro. Exactamente al revés es como sucede. Algo ha madurado en la perspectiva interna de alguien y su conciencia, espontáneamente, se ha despejado lo suficiente como para ver lo que antes no podía. A eso llamo madurez de un proceso vital. Ahora, esa persona actúa en consecuencia con lo que siente y piensa a la luz de su nueva mirada, es parte de su nueva vibración, por eso su nueva actitud es natural y genuina. No es impuesta, por eso no la impone, ni está supeditada ni comprometida con nada ni con nadie, ni siquiera con aquello que fundamentaba su antigua estrechez de miras. Precisamente a causa de esto, ya no intentará ni someter ni tratar de convencer de nada a nadie. Ahora entiende. Ahora fluye, no forcejea, por lo tanto su realidad deja de ser complicada. Ve unidad donde el resto, división y conflicto. Ha ganado comprensión y se ha dado cuenta de que hay tiempos personales, como lo tienen las frutas del jardín para caer de su rama. Comienza a ser respetuoso de los otros procesos y tolerante con lo diverso. Ahora ya no mira hacia afuera y exige. Ha puesto su atención adentro. Ahora se aleja del ruido y va en busca del silencio que le permite conectar sutilmente con su intuición, la voz del alma, la presencia divina portadora del ser que le da vida, su real guía y comando. Inesperadamente, su presencia en el entorno se torna luminosa, reverberante, cada vez más y más, generando, sin pretenderlo, una sinergia que eleva la vibración de otras cuerdas humanas que comienzan a ver íntimamente lo que, hasta ese momento, era invisible a su comprensión. Ahora más personas, más conciencias vibrando en sintonía con el Orden Mayor multiplican exponencialmente lo que comenzó siendo una piedra en el estanque.

Así una humanidad gesta un cambio auténtico y sostenible, sin fronteras, sin luchas, sin discursos ni ideologías ni pujas ni negociados y con la misma naturalidad con que sale el Sol cada mañana.



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