A la vera del río, sobre el filo de la barranca, hay un tronco quemado, la reseña en pie de lo que pudo haber sido, seguramente, un paraíso. En la base, apoyado en tierra, un viejo neumático, alguna vez pintado de blanco, rodea el perímetro de la madera y la contiene. Allí vive una sociedad de abejas. Descubrí ese rincón escondido de la multitud hace ya un tiempo y hoy siento que me lo ofrece el Paraná para que haga de él mi santuario.
Funcionales y eficientes, operan en comunidad por un objetivo común, el bien más alto de la colmena. Ese, el propósito de sus vidas. Está signado en su genética y son fieles a su diseño.
Para lograr las fotografías de este álbum, me siento a su lado. Las observo en silencio largo rato. Ocasionalmente, les hablo sirviéndome de la palabra, sólo por aunar a su sinfonía mi zumbido propio, la vibración de mi voz. Con curiosidad sobrevuelan mi cuerpo, se posan en mis brazos, beben mi sudor registrando mi mapa energético, me configuran, me detectan, me aceptan y, finalmente, me integran: "la humana no reviste peligro". Justamente por eso, no hay embestidas de su parte, por la misma razón por la que no arremeten contra los juncos que se bambolean con la brisa costera. Temerles es desconocerlas, es poner por delante preconceptos condicionantes, es ver la Naturaleza como una amenaza, es ignorancia.
Acá dejo estas imágenes para que crezca entre ustedes la confianza, para que se disipe el miedo infundado, para invitarlos amablemente a trasponer la frontera de alguna limitación personal.
Abrirse para conocer. Conocer para comprender. Comprender para amar.
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Cada circunstancia de vida nos pone en situación de modificar la postura personal. Atendiendo el hecho de que para dar cada paso es imprescindible alterar el equilibrio establecido, inevitablemente habrá un instante sin medida de caos e inestabilidad. Es el momento de los escorzos que han de conducirnos a un nuevo estado, un orden distinto que invita a seguir explorando el camino.
Di con la escena mientras paseaba, el sábado, avanzada la mañana, por el centro de la ciudad. Veredas angostas, bastante deterioradas y altamente transitadas por un mar de gentes, sumado al profuso tráfico de las calles, liberando al aire la pesada combustión de sus motores, ponía bochinche y sofoco, pero también colores y diversidad. Mientras el ajetreo vertiginoso de la manada se afanaba, cabeza gacha, entrando y saliendo de cada negocio, en la búsqueda de lo inmediato, de aquello que alivie esa sensación latente, difusa e imprecisa de vacío que abraza por dentro, en lo alto, el Sol recorría su camino imperturbable, ajeno a las prisas sin pausas del laberinto que trama un tiempo caduco e impersonal. Los ya intensos roces de la primavera comenzaban a desnudar la piel y se poblaba el espacio circundante con el fragante decir de los primeros brotes, fulgurantes en su verdor, ebrios de luz.
A metros delante de mí, anclado en el medio de la marea humana, un hombre joven aferraba con responsable firmeza el manubrio de un cochecito infantil y su preciado pasajero: algo así como un año de edad, patitas sueltas, vestidas con un sólo soquete, gorrito marinero, toda una monada su ropita, ojitos abiertos y algo tensos, observándolo todo, sin comprender demasiado en qué iba el despliegue frenético en su entorno. En mis elucubraciones, inmediatamente improvisé un lógico argumento: mamá, de compras en uno de los locales próximos; papá decidió esperar fuera, habidas cuentas de la profusa clientela calzada a presión dentro de las reducidas dimensiones del comercio. De espaldas estaba, el muchacho, a un anciano que se acercaba trayendo la marcha lenta y dificultosa, muñida de un bastón que le entregaba algo más de estabilidad al andar. De a tranquitos quedos, fue acercándose a lo que, no dudé, fuera el binomio padre-hijo. Una marcada curiosidad por dar con la identidad del tripulante, a bordo de tamaño navío, llevó al hombre, una vez junto al carrito, a detenerse. Puso la vista en el progenitor sin decir palabras innecesarias, pues la intención, a través de un gesto amable, se manifestaba por sí sola. Luego, trabajosamente, se inclinó sobre el niñito, en tanto sus miradas entraban en contacto silencioso. Ah…, ese momento sí que olió a rosas, a reunión de almas, a reconocimiento amoroso: “ey, acá estás de nuevo, acá estoy de nuevo, ¡hola…!” y todo la contingencia que rodeaba el evento se diluyó en ese instante sin cuenta, al amparo de un cariño tan espontáneo como despojado y sincero. La sonrisa mansa floreció en la boca de ambos y delató la ausencia de algunos dientes, unos, por no nacidos aún, otros, caídos por haber cumplido ya su ciclo. En puño, se alzó la mano añosa del abuelo y, con un golpecito tierno en el protector delantero del vehículo, oí decirle muy bajito… “¿me llevás con vos?”.
Pasando, conmovida, a la vera del encuentro, sentí la tibieza de algunas lágrimas deslizárseme, nacerle alas a mi corazón y echar a vuelo, como una alondra estremecida, disparada hacia el cielo tan azul… Los extremos del proceso que es la Vida se tocan, cómo no. Fin e Inicio, un círculo que cierra a perpetuidad en perfecta simetría.
Vestida de fiesta íntima, preñada de amor, continué mi rumbo camino al río. Teníamos una cita.
Hubo un tiempo pretérito en que, brotado como simiente desde las entrañas mismas de la Tierra, se puso en pie y alzó sus ojos el hombre originario para contemplar la noche, impregnada por el misterio que siembra lo inalcanzable. En la necesidad de asimilar el universo que lo contenía y penetraba, dio un nombre al mundo tangible que urdía el entramado de la existencia cotidiana y puso, en lo alto, la inquietud más íntima por explicarse su esencia y, en el mismo acto, su procedencia. Así fue que, siendo uno, se desplegó la mirada rica, múltiple y diversa y allí donde la mano de la Creadora lo plantara, germinó el brote genuino de una particular interpretación del cosmos vuelta mito.
Para los pueblos que amanecieron su humanidad en estos parajes australes, fue la Cruz del Sur rúbrica inconfundible a la vez que guía y referencia en la travesía. Para muchas etnias nativas, la particular disposición de esos brillos recortados en el manto negro evocaba la relevante huella del avestruz, ave autóctona de estas regiones, de gran porte, vistoso plumaje, aunque, por su estructura, incapacitada de volar, pero hábil para desarrollar grandes velocidades ante la persecución de sus depredadores. “Ñandú” para los guaraníes (en el Noreste argentino, Paraguay, Suroeste de Brasil), “choike” para los mapuches, (en la Patagonia, al sur del Sur), “mañik”, para los mocovíes (en la región del Gran Chaco argentino), “suri”, para los chaguancas y chiriguanos (al sur de Bolivia y Noroeste argentino), todos ellos imaginaron ver en estas luminarias y en sus alrededores celestiales ora su pisada, ora su cuerpo completo o su cabeza, perseguido el pájaro por los cazadores, perros de presa y boleadoras de por medio.
La cultura andina, por su parte, distinguió una cruz escalonada conectando ‘el arriba’ (mundo de los dioses) y ‘el abajo’ (mundo de los muertos) con el ‘mundo terrenal e intermedio’ habitado por los humanos y la llamaron “chacana”, siendo la representación del dios Viracocha, el Creador en su concepción existencialista.
Con todo, estas cosmogonías, apoyadas en respectivas visiones astronómicas, carecen de popularidad por no representar la palabra oficial, sostenida e impuesta por los cánones ortodoxos de la comunidad científica. Sin embargo, pulsa en ellas una fuerza tremenda e incontenible, la que procede de un origen común: la voz genuina, atemporal y una del hombre proclamando la magnificencia del universo manifestado.
Conocer es saber. Saber, para comprender. Comprender, para amar. Amar para realizarse en el Ser Universal.
El tiempo que miden los relojes, conocido como tiempo civil, organiza los eventos de la vida cotidiana de muchas personas que viven en sociedades avasalladas por la civilidad.
Pero el tiempo natural, el de los procesos no regidos por la voluntad del hombre, sino por la fuerza intrínseca de su naturaleza, es totalmente ajeno a cualquier manipulación y por eso no se ajusta ni se encuadra en nuestras convenientes agendas y almanaques, absolutamente despojados de la lógica de la Creación.
Tomar conciencia de esto, reconocer y recuperar ese ritmo, sincronizándonos con él, vuelve a ponernos en estado de sintonía con el Orden Mayor del Universo que pulsa en cada una de nuestras células.
Lo que "se esconde o se tapa o se disimula o se ignora o se subestima o se minimiza porque avergüenza" a la propia mirada o a la de los otros es aquello o aquel o aquella que pone de manifiesto lo que no está integrado por y en nosotros ni aceptado. ¿Escondés situaciones? ¿Escondés objetos? ¿Escondés sensaciones-emociones-pensamientos-sentimientos, escondés vínculos? ¿Escondés... "personas"?
Lo que se oculta queda replegado en sí mismo, desplazado de la luz, confinado a las sombras, allí puesto por nuestra propia mano. Crecerá, pues, desnutrido, alejado del Amor que todo lo transparenta. Dejará de ser auténtico para convertirse en algo espurio.
Tus vergüenzas hablan de tus prejuicios y estos de tus miedos y ellos de tu ignorancia, que se esconde en tu cara sombría, desamorada, opaca...
Negar lo innegable es actitud de necios y, si ya no, al menos alguna vez todos lo hemos sido o lo seremos.
No es posible tapar el sol con el dedo...
Todo nudo, emplazado en algún lugar físico de nuestro cuerpo, está ahí con un sólo propósito, el de ser "desanudado". Le son preexistentes, como antecedentes, otros nudos, auténticas matrices forjadas con pensamientos y emociones que nosotros mismos hemos creado como respuesta de supervivencia en la interacción con una circunstancia puntual y angustiante de nuestra vida.
Para desatar lo que oprime hay que atreverse a buscar el origen profundo, esa escondida convicción hecha carne, la cuna en donde, aún, continúa meciéndose el dolor que no cesa y que hoy, ante cada evento similar que evoca la causa primera, sigue reavivándose con la misma química desencadenada por los mismos patrones mentales y emocionales de entonces.
El desligar el lazo supone, de nuestra parte, la voluntad clara (luego, el valor) de dar con el cuco tan temido y verlo a la cara para poder reconstituir perspectivas y redimensionar estaturas, ejerciendo la potestad de la conciencia elevada que nos asiste "por herencia divina". Sólo recién quedaremos habilitados para ir por el niño asustado que todavía llora, tomarlo de la mano, devolverle el poder y la confianza en sí mismo y mostrarle que hay otro modo de interpretar los hechos del pasado a la luz compasiva de una mirada renovada.
Toda guerra es un incendio, una gran hoguera de temores primigenios que arrasa con lo que sea que se ponga en el camino. No hay una sola de ellas que encuentre su fin en el escenario del mundo en tanto el humano que las libra se sostenga fragmentado en su fuero interno. La primera de todas las batallas (y la última) se desarrolla, pues, puertas adentro, en la mente de quien las alimenta, de modo que el primer enemigo (...y el último) siempre es íntimo. Allí, la primera controversia.
El primer miedo, que es amor no reconocido, y todo lo que de él deviene, el odio, el rencor, el orgullo, nace en el doloroso sentimiento inicial de creernos abandonados en una realidad que percibimos manifestarse hostil y ajena y que, en realidad, no hace otra cosa más que reflejar fielmente nuestro propio paisaje. Así, cuanto más nos adentramos en esta ilusión que nos muestra separados, divididos de los otros, aislados de todo, más se acrecienta la sensación de indefensión y, con ella, la convicción de que estamos en peligro inminente, a lo cual respondemos con más de lo mismo.
Lograr sentar las partes del conflicto intrapersonal a la mesa de la conciliación es la resultante de un proceso vital, el de nuestra personalidad, y, aún, el de la humanidad en su conjunto, de modo que ocurrirá cuando se esté listo para ello, maduro, a punto, respetándose, así, los propios tiempos.
Sólo cuando reconozcamos como Causa y Fundamento de todo la Primera Instancia a partir de la cual "somos", nos reconectaremos con la esencia que nos nutre de vida, recuperando la conciencia de unidad.
Tal vez, la comprensión llegue recién cuando, de nuestro bosque en llamas, ya no quede nada más por arder.
Madrugada del martes 15 de Abril de 2014.
De pie ante el cielo, la vista atenta, puesta en lo alto, oteo cuidadosamente su cara iluminada a la espera de indicios. Simultáneamente, busco variar mi perspectiva para percibir la misma escena ante mí, pero desde un ángulo visual extraplanetario, observadora circunstancial de un sustancial evento que hace a la dinámica cósmica.
Para ello, es necesario que ubique, en mi pantalla mental, los cuerpos celestes en cuestión, como bailarines de una danza que habrá de dar origen, en los próximos momentos, a un impactante juego de sombras: la Tierra eclipsando la Luna al pasar entre ésta y el Sol, alineados los tres astros, desde sus centros, por una línea virtual casi perfecta.
No es frecuente que, estando la Luna en fase plena, es decir en oposición al Sol respecto de la Tierra, intersecte con su órbita, en un punto llamado "nodo", el plano de la órbita que nuestro planeta describe en su desplazamiento alrededor de la Estrella. Tal condición es fundamental y necesaria para que el satélite quede eclipsado al atravesar, circunvalando la Tierra, el área de penumbra que ésta proyecta hacia el espacio infinito, a la vez que es la causa por la que no se producen eclipses lunares en cada plenilunio.
Como ocurre en la evolución de todo proceso, habrá estadios, etapas en este fenómeno astronómico. Irá turbándose su luz hasta sumergir su cuerpo en el corazón de la umbra, la zona más densa del cono de sombra y se tornará su faz del color de la tierra arcillosa, un anaranjado pardo, apagado, en primera instancia, encendido, luego. Al cabo de algo más de una hora, lenta y progresivamente, emergerá de la cerrada oscuridad, recuperando su brillo y fulgor hasta, ya próxima al alba, desaparecer bajo el horizonte poniente.
Una ráfaga de aire frío me despabila y trae de regreso de mis elucubraciones.
Recupero mi foco. Spica, la acompaña, próxima a su izquierda. Por debajo y algo distante, Marte soporta la armonía, compensando el cuadro.
Cámara en mano, lista para registrar los acontecimientos. Y, en el profundo silencio creciente, me vuelvo testigo y cómplice del devenir del Universo...
Medir y, luego, catalogar los eventos de la vida según "éxito/victoria" y "fracaso/derrota" es estrechar máximamente las posibilidades de enriquecimiento que tales circunstancias contienen, es acotar y empobrecer las perspectivas personales, confinándolas a la sombra de un eventual resultado, perdiendo de vista la sustancia que, en sí, abraza cada camino como proceso.
Suele usarse, con bastante frecuencia, la expresión "genio" para aludir a esas personas que, por sus virtudes, descollan en determinados ámbitos de la humana expresión sensible- intelectual. La tendencia es quedar fascinados ante sus capacidades e, inmediatamente, la de construir pedestales para ellos y adorarlos, casi, como si fueran superhumanos, hasta convertirlos en un mito viviente. De esta actitud, en algunos casos, devienen el fanatismo y la idolatría, con el consecuente deslumbramiento ciego y hueco. Por detrás, en muchos otros, ocurre o bien la emulación de los que se esfuerzan por copiarlos o, simplemente, la mera actitud pasiva de encandilamiento.
Algo muy cierto, por evidente, es que no se ven los luceros en el cielo cuando el Sol ilumina sobre nuestras cabezas. Y, sin dejar de ser formidable y colosal "a nuestra perspectiva", con todo, el astro Febo es "una", no "la única" estrella.
Siendo Una la Luz de la Esencia- Espíritu que nos anima, somos particulares y peculiares cada uno de los diamantes humanos que la traducimos en colores y destellos. No hay, entre nosotros, dos iguales, ahí, la rica y singular belleza de la diversidad, la exquisita perfección de la Creadora.
Es el "asumir la propia impronta", nuestro estilo único, lo que "despeja el camino para que nuestros talentos se hagan manifiestos".
Ser GENuInOs para que el GENIO se revele.
La palabra que no ancla su predicado en la consiguiente acción, se convierte en una estructura hueca y disonante.
Ser consecuente en el pensar, sentir, decir, luego, en el hacer es indicio de una personalidad integrada, es la consecuencia lógica de haber aprendido a capear los propios temporales, aceptando tanto el riesgo de zozobrar en sus aguas atormentadas como el logro que significa ver plasmado, en uno mismo, la unidad realizada.
Ser consecuente en el pensar, sentir, decir, luego, en el hacer es indicio de una personalidad integrada, es la consecuencia lógica de haber aprendido a capear los propios temporales, aceptando tanto el riesgo de zozobrar en sus aguas atormentadas como el logro que significa ver plasmado, en uno mismo, la unidad realizada.
Porque, de momento, las cosas se plantean del modo en que lo hacen, es necesario ver con claridad que la vida misma es devenir y que todo devenir involucra procesos circunscritos a una sabiduría intrínseca, razón por la cual resultan impostergables y no manipulables.
En consecuencia, han de ocurrir por sobre todo, con o sin nuestro favor, y de la actitud que adoptemos dependerá el transitarlos con naturalidad o instalados en el dolor.
El sentido común invita, no sólo a no reñir con ellos, sino a acompañarlos con pleno conocimiento de que están conduciéndonos a un nuevo estado de conciencia.
Finalmente, en eso va la experiencia humana...
Los caminos nunca son equivocados. Todos, sin excepción, conducen hacia el punto correcto. Sea donde fuere que te posiciones, vas a estar siempre en el lugar exacto para tu lección "en ese momento", lo cual no quiere decir que sea, precisamente, el sitio en donde desearías estar parado, pero, sin dudas, es donde te aguarda el siguiente aprendizaje. Esa será tu situación perfecta. Ese, tu sendero y no otro.
Si podés verlo de este modo, fluir será algo que ocurra espontáneamente y evitarás el amargo sabor que deja el forcejear con la Vida.
Decía Kandinsky que la línea es un ente invisible, un punto que, rompiendo su estado de reposo, se lanza a vagar por un plano delineando un trazo. Quien traza tal trazo también es como un punto vuelto línea, rompiendo la monotonía del estatismo, reinventándose continuamente en un espacio sin orillas.
No hay caminos largos o cortos, sólo hay... caminos.
Así, cada sendero se haya completo a cada paso y cada avance se convierte en la meta alcanzada. Poner expectativa en el arribo desdibuja la trascendencia del proceso que, en sí mismo, el andar es.
Que tus pies, guiados por tu intención y movilizados por tu voluntad, te sostengan y te lleven. Cualquier sitio arribado será el apropiado y te acercará a tu próximo aprendizaje.
Para que la palabra... abra, accionando como una verdadera llave, es necesario que "se reúnan y reconozcan dos intenciones", la de quien la pronuncia y la de quien la recibe. Esa llave va a estar teñida de los mil matices que le imprime quien la da a luz y cobrará otros mil nuevos al momento en que, quien la recibe, la pincele con los propios colores de su interpretación.
Cuando, en un diálogo, los dos (o más) que se comunican, abren su corazón y mente, en un estado de disposición generosa, en una actitud sincera y amorosa, en la busca de alcanzar un contacto genuino, brotan las palabras, no brutas, sino como brotes pletóricos, como mariposas, llevando, en sí, el aliento de Vida, pronunciándose en el nombre del Amor.
Despertar en conciencia es desprenderse «naturalmente» de viejas estructuras mentales, del hábito de la obediencia a la palabra oficial, de juicios salvo-condenatorios que derivan en condicionamientos y mandatos que nos arropan con los harapos de la incomprensión, que nos miden, nos pesan, catalogan, rotulan, encasillan, cosifican, que siembran intolerancia, que cortan puentes, despeñando voluntades, que nos acercan a morales prefabricadas alejándonos de la única voz que habla en silencio, la verdad incorruptible del ser que somos.
Alentar la igualdad entre hombre y mujer, entre mujer y hombre, es partir del supuesto de que se está en desigualdad, es ignorar la esencia una que nos anima, es continuar a los tropiezos en el tránsito por el empedrado camino de la experiencia, es no poder reconocernos en cada otro... «aún».
A la calle, a por una caja de leche.
Compra rápida, pues el almacén está en la planta baja.
Vuelta al edificio. En la entrada, dos damas de largas faldas, muy recatadamente vestidas, llevan sendos maletines en una de sus manos y, en sus diestras, un folleto cuyo nombre alcanzo a percibir por el rabillo del ojo: "Atalaya".
Comprendo. En silencio y con una sonrisa, me abro paso hacia la puerta ofreciendo un "Buen día". Una de ellas me aborda a la voz de... "Disculpame, estamos ofreciendo...". No es necesario escuchar más, ya sé lo que continúa, vi esa película tantas veces en estos años que llevo andando mi camino... Mi "Te agradezco" es suficiente para dar por finalizado un diálogo innecesario que no tendrá lugar.
Llego hasta la computadora y, en silencio, dejo fluir la energía, que se ha liberado en mí como bocanada de aire puro, aclarando, despejando, más aún, mi cielo íntimo...:
"Yo soy mi Atalaya. Soy la esencia que me nutre con la vida, inabarcable, imposible de ser confinada a un dogma mezquino que sólo ve salvación dentro de los límites acotados de sus creencias y pone al acecho, como perro rabioso, la perdición afuera. Por eso, las religiones e ideologías no me conocen. No me encuentran los que me buscan en los pequeños corrillos mentales. En tales altares, en cambio, se ponen de pie y veneran sus miedos y sus convicciones vueltos sus propios dioses. Las llamadas "sagradas escrituras" que se disputan entre sí la hegemonía de Mi Verdad sólo encierran, entre sus tapas, una idea amasada con la forma de todas sus pretensiones.
Yo Soy El Uno que es Todo, IMPENSABLE."
Compra rápida, pues el almacén está en la planta baja.
Vuelta al edificio. En la entrada, dos damas de largas faldas, muy recatadamente vestidas, llevan sendos maletines en una de sus manos y, en sus diestras, un folleto cuyo nombre alcanzo a percibir por el rabillo del ojo: "Atalaya".
Comprendo. En silencio y con una sonrisa, me abro paso hacia la puerta ofreciendo un "Buen día". Una de ellas me aborda a la voz de... "Disculpame, estamos ofreciendo...". No es necesario escuchar más, ya sé lo que continúa, vi esa película tantas veces en estos años que llevo andando mi camino... Mi "Te agradezco" es suficiente para dar por finalizado un diálogo innecesario que no tendrá lugar.
Llego hasta la computadora y, en silencio, dejo fluir la energía, que se ha liberado en mí como bocanada de aire puro, aclarando, despejando, más aún, mi cielo íntimo...:
"Yo soy mi Atalaya. Soy la esencia que me nutre con la vida, inabarcable, imposible de ser confinada a un dogma mezquino que sólo ve salvación dentro de los límites acotados de sus creencias y pone al acecho, como perro rabioso, la perdición afuera. Por eso, las religiones e ideologías no me conocen. No me encuentran los que me buscan en los pequeños corrillos mentales. En tales altares, en cambio, se ponen de pie y veneran sus miedos y sus convicciones vueltos sus propios dioses. Las llamadas "sagradas escrituras" que se disputan entre sí la hegemonía de Mi Verdad sólo encierran, entre sus tapas, una idea amasada con la forma de todas sus pretensiones.
Yo Soy El Uno que es Todo, IMPENSABLE."
Se fundía en la espesa negrura el horizonte. Una obscuridad abigarrada fue el marco de su despunte encendido, emergiendo de entre las nocturnas aguas al rojo vivo. Un par de pescadores próximos a mí detuvieron su ameno diálogo y, dando paso al silencio, se oyó irrumpir un "¡oh...!" que vibró, en alas de la brisa costera, como el canto apasionado del hombre rendido de admiración ante su magnífica presencia.
Es un hecho que nada existe en separación, pues somos las hebras de la trama Universal, "fundamentalmente" entrelazadas. Pero, aún, el hombre sostiene creencias que amasan ideologías y, desde ellas, levanta muros en torno de sí, pone alambrados y ve al potencial enemigo en cada rostro, en cada criatura. Hay en ello una confusión tan evidente como necesaria. Y es que, para comprender la Unidad, es indispensable haberse sentido dividido, pues no es posible recuperar aquello que nunca se perdió.
Esta humanidad tiene un tiempo para despertar que no se puede medir, mucho menos con relojes, sino entender desde la lógica de los procesos.
Desesperar por apurar el paso es en vano. Patalear por querer ver el sol cuando está nublado es un sinsentido. Cada etapa trae su sabiduría que aquilatar.
Esta humanidad tiene un tiempo para despertar que no se puede medir, mucho menos con relojes, sino entender desde la lógica de los procesos.
Desesperar por apurar el paso es en vano. Patalear por querer ver el sol cuando está nublado es un sinsentido. Cada etapa trae su sabiduría que aquilatar.
Uno se extravía de sí mismo cuando se esfuerza en adecuarse a perspectivas ajenas, como si zapatos fueran muy a la moda, pero de hormas reñidas con las siluetas de nuestros pies; cuando se empecina en impostar voces que, con todo y sus atractivos, no son propias porque no nacen en lo profundo de la gruta íntima, porque no nos traen la peculiar palabra y, por eso, no pueden contar nuestra historia, amasada en la experiencia recogida en el camino. Asumir una identidad fingida es tan lacerante como portar una corona de espinas, una lanzada al costado derecho de nuestra individualidad (o al izquierdo o, aún, a ambos lados...), como unos clavos que nos sujetan fuerte las manos al ingrato madero de las propias autoexigencias.
Soltarnos de esto requiere de nosotros, tan sólo, sostener fuerte y claro la intención de volver a manifestarnos genuinos a pesar de todo(s), descubriendo que los óleos de nuestra paleta iridiscente son tan deslumbrantes y únicos como irrepetibles y que el paisaje de este mundo quedará mustio y huérfano de nuestra impronta, desnudo de nuestros singulares colores si persistimos en ignorarlos, confinándolos a las sombras del olvido.
Remontarse a los orígenes del hombre sobre la faz de la Madre Tierra es, veo, esclarecedor. Por techo, el cielo. Si llovía, la gruta en la caverna, el ramaje en el bosque. Por alimentos, lo que el entorno proveía: hierbas, peces, animales. No había afán de acumular pues no tenía ningún sentido hacerlo. Entonces, quedaba tiempo del día para pensar el Universo y observarlo, otearlo a la vez que atisbarlo y dar a luz nuevos lenguajes conque expresar la riqueza del mundo interior, las pinturas, por ejemplo. La Creación cobraba, así, un protagonismo conciente y a falta de distracciones que derivaran la atención y la "intención" hacia la nimiedad de lo superfluo, se reconcentraba la mirada en el significado de una existencia, aún, misteriosa. Todo por develar.
¿Qué pasó luego? Pasó la "Ilusión" del Juego y todo fue (y todo es) perfecto del modo en que ocurrió (y ocurre).
La mirada interna dispensa una puerta por la que entrar a un tiempo propio y difuso, como si se atravesara, sin esfuerzo alguno, el velo de un espejo que linda realidades. Cercano, entrañable, íntimo es ese momento. Habiendo aguardado por nosotros, viene ahora, así, a nuestro rescate, extraviados como estamos entre los pliegues de rutinas escaradas y sangrantes. Una nueva luz proyecta, sobre las formas blandas y amables, penumbras suaves y tibias y una oleada de sensaciones extrañamente familiares bosteza en nuestro hastío los mágicos colores de aquellos recuerdos de lo, aún, no vivido.
En silencio quedamos mientras vamos volviendo de las lánguidas brumas del letargo. Y se despliega por delante el estrellado salón de los infinitos mil rumbos, alentando el primer paso.
Destellos, matices, reflejos, sonoridad de alondras aleteando...
Paridos en un Acto de Amor Puro, el Primer Pensamiento nos dio nombre y fuimos. Con el mismo propósito que guarda el oro templándose en la fragua, caímos en el sopor de un mundo con fronteras. Al amparo de la experiencia, recortamos sombras sobre luces y, porque hubo la sal estriada del dolor, conocimos el delicado matiz de la mar de una caricia. Cada día con su noche, nos acercó un poco más a la hondura negra de un abismo sin medidas. Allí nos perdimos. Allí nos ensuciamos, nos olvidamos del rugir inconfundible del Espíritu. Y fueron perfectos el modo, los tiempos y las formas que sembró la Ilusión en nuestro curso para magnificar el latir profundo de la conciencia, pulsando por volver al Cauce del Único Origen. Sólo hasta entonces, una estatura desconocida se irguió desde dentro, alzándonos del fango rumbo a las Altas Cumbres, donde susurran los Ecos la Verdad hecha Verbo y se oyó, en cada confín de la infinitud de la Mente, la voz clara y contundente de la Criatura Humana proclamando, desde la sensible carne vibrante, la Realeza de su Estirpe.
Hay un decir inaudible, un diálogo unificado, una fusión cristalina cuando los humanos, desde su centro cordial, se abren en un simbólico abrazo. Y en esa cercanía de corazones pulsando, el soplo que alimenta y nutre de vida a cada criatura se expande abarcándolo todo, trasponiendo la ilusión que nos muestra fragmentados.
¿Acaso no es desde la conciencia clara de que la existencia es Una por Esencia desde donde se trasponen las lindes que los credos establecen y se superan y trascienden las diferencias que han puesto al hombre tras las propias rejas forjadas?
Un rincón, en un patio de alguna entrañable casona impregnada de aromas y matices, de luces cálidas y auspiciosas. La simpleza desplegada en la charla franca y amable. De pronto, el silencio se instaura desde la escucha atenta y sensible. Y un destello del Alma madura en Poesía y vuelve eterna la fugacidad del instante en que las palabras se echan a vuelo... como mariposas.
Casi las 2:30 de la madrugada. La ciudad se ha adormecido y, con ella, el ajetreo frenético de las calles y su tránsito y su marejada humana distraída del pulso vital de la Naturaleza, demasiado atenta a lo superfluo. En solitario, por el ventanal del balcón, llego hasta el cielo y, en su negrura infinita, sacio mi sed inextinguible de universos. En lo alto, hacia el Este y ante mis ojos, el resplandor de un grupo inconfundible de estrellas dibuja en mi mente la silueta de un hombre mítico, Orión, El Cazador. Caigo en profunda contemplación e, inevitablemente, vuelvo hacia atrás en el tiempo. Ahora, visto la piel del primer hombre, de la primera mujer, en alma y cuerpo ante la primera noche, oteando la frontera insondable del mayor de los abismos. Se entabla un diálogo conmovedor e íntimo...
"Soy éste que se piensa. Aquí estoy y, así, te ofrezco todas mis preguntas. Dime... ¿dónde he de buscar la morada de todas las respuestas...?
Por toda contestación, la elocuencia del silencio.
El parpadeo de Aldebarán, el Ojo del Toro, y una repentina ráfaga de brisa fresca me traen, de nuevo, al tórrido presente de los aires rosarinos. No hay palabras, sólo este instante pleno en la conciencia.
Un bostezo y a la cama, en sosiego
Reparar en que, más allá de nuestra piel, hay una realidad ampliada que abarca, no sólo nuestro poblado o ciudad dentro de una porción de continente entre las grandes aguas, sino también un cuerpo mayor de dimensiones fabulosas, gravitando en la negrura del espacio inconmensurable, en compañía de otros cuerpos vivos, hace que trascendamos nuestras pequeñas cotidianeidades y ganemos suficiente perspectiva para contemplar la maravilla de la Creación manifestada.
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