El cielo interno necesita llover tanto como lo necesita el cielo atmosférico. Las lágrimas descargan, depuran, despejan la marejada anímica y facilitan, ya con el azul descubierto, el ponerse en la tarea de echar una mirada profunda en busca de aquello que originó los oscuros nubarrones.

Más de una vez (muchas más), ocurre que, en la quietud, en la calma posterior a las tormentas, da uno con tales razones, escondidas como se encuentran en obsoletos rincones anquilosados de nuestra historia personal, durmiendo, anestesiadas, sobre polvorientas estanterías desatendidas y olvidadas. Traer esas antiguas causas a la luz a partir de una toma de conciencia, ponerlas afuera nos otorga perspectiva y, en la distancia emocional y mental, la redimensión de la situación ocurre de un modo espontáneo y natural.

Concedernos el llanto es permitirnos crecer acompañando nuestros propios procesos, volviéndonos, así, compasivos y amorosos con nuestro "único tripulante" a bordo de la "Nave".





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