Había amanecido un día agradablemente cálido y luminoso. Esa mañana, decidí trabajar en casa, entre los árboles, sacando las ramas secas que habían ido cayendo bien por acción de los fuertes vientos, durante los fríos meses de invierno que ya comenzaban a desvanecerse, bien, simplemente, por fin de ciclos. Es una tarea agotadora, pero no menos gratificante. Cuando hubo hambre, tomé un almuerzo ligero bajo la sombra vegetal y, después, al sol, a recibir su caricia de vida...

Me senté, sin pretenderlo, junto a un gran cardo que se veía pletórico y rebosante de verdes gracias a las últimas lluvias ocurridas días atrás. En contraste, se advertían claramente sus púas lechosas, turgentes. Vino a mi recuerdo el dolor incisivo que sentí relampagueando en mi cuerpo, en ciertas ocasiones en que había padecido esos piquetes. Me quedé mirándolo un momento, en silencio, y, de pronto, con mi mano movida por voluntad, comencé a acercarme y a acariciar suavemente una de sus hojas. Recorrí lento cada una de sus agudas agujas, casi explorando sensaciones, percibiendo su aspereza, con delicadeza... muy suave... sutilmente... De pronto, me di cuenta que no había ocurrido el dolor, no había heridas ni daños colaterales ni pinchazos ni nada de eso; sólo, un universo vuelto enriquecedora experiencia.
A partir de semejante vivencia, fue claro para mí comprender que no son las espinas las causantes del infortunio, sino nuestro abordaje distraído, invasivo, poco amoroso y desprovisto de consciencia, el que nos pone en estado de crisis.
Luego, como con el cardo... con todo, con todos.

Así, permanecí un tiempo indefinido sosteniendo el contacto, anclando el aprendizaje, agradeciendo la revelación íntima, sintiendo…


(foto tomada de la web)




No hay comentarios:

Publicar un comentario