Casi las 2:30 de la madrugada. La ciudad se ha adormecido y, con ella, el ajetreo frenético de las calles y su tránsito y su marejada humana distraída del pulso vital de la Naturaleza, demasiado atenta a lo superfluo. En solitario, por el ventanal del balcón, llego hasta el cielo y, en su negrura infinita, sacio mi sed inextinguible de universos. En lo alto, hacia el Este y ante mis ojos, el resplandor de un grupo inconfundible de estrellas dibuja en mi mente la silueta de un hombre mítico, Orión, El Cazador. Caigo en profunda contemplación e, inevitablemente, vuelvo hacia atrás en el tiempo. Ahora, visto la piel del primer hombre, de la primera mujer, en alma y cuerpo ante la primera noche, oteando la frontera insondable del mayor de los abismos. Se entabla un diálogo conmovedor e íntimo...

"Soy éste que se piensa. Aquí estoy y, así, te ofrezco todas mis preguntas. Dime... ¿dónde he de buscar la morada de todas las respuestas...?
Por toda contestación, la elocuencia del silencio.

El parpadeo de Aldebarán, el Ojo del Toro, y una repentina ráfaga de brisa fresca me traen, de nuevo, al tórrido presente de los aires rosarinos. No hay palabras, sólo este instante pleno en la conciencia.

Un bostezo y a la cama, en sosiego




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