Hombre de poder, cuerpo vacío de conciencia, arquitecto del entramado perverso de un mundo enfermizamente disonante. Ay, si no fuera por las mariposas...

La cínica mascarada social produce la sedosa baba conque envuelve a sus víctimas a partir de la desprevenida voluntad de aquellos cadáveres vivos que ya han sido engullidos por su implacable voracidad. Va filtrándose tan despaciosa, tan silenciosa y discretamente en la inmadurez humana desde el inicio de la persona, tanto así lo hace, digo, que, en la mayor parte de los casos, no es percibido su infame operativo sino hasta cuando ya es demasiado tarde como para forcejear y safar.
Con todo, algunos más lúcidos logran reaccionar a tiempo, sacar la cabeza de la pestilente bruma enriquecida con aromas embriagadores, alcanzar el aire puro y reconectar, intuitivamente, con el sentido esencial de la existencia. Entonces, dan el paso al costado que los deja fuera del curso, del derrotero ciego de la manada que camina hacia el despeñadero.

Cuando la trascendencia de un propósito de vida se cifra en la posesión de lo perecedero, en obtener el título honorífico de una carrera facultativa, en conseguir el más sustancioso sueldo, en formar una familia según tipo y usanza de la moda en curso, en comprar la casa de los sueños, el auto más caro, las vacaciones en tiempo compartido, los viajes según el standard que la hipocresía global impone, cuando se ha cumplido sistemática y obedientemente con todas las premisas de una sociedad civilizadamente avanzada, se llega al extremo vacío, el punto de quiebre, el lugar exacto más allá del cual se abre la garganta profunda del propio abismo.

Posiblemente, sea usted quien, al levantarse cada mañana, sienta, poniendo un pie en el suelo, el retumbo sofocado de su auténtica voz preguntándole ¿dónde quedó el azul del cielo?









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