Sentado a un lado del mundo, allí donde no caben más que los delicados reflejos sutilmente aromados que emana tu presencia, te miro en silencio. Clara, blanda, mágica tu silueta recortada en el resplandor tibio de la tarde. Te aspiro como a la brisa y me voy lejos, muy lejos perdido en el ensueño de tu sonrisa franca y amable. Hay un brillo particular en tus ojos que guardan el sol de todos los amaneceres y el cielo. Hasta el suave viento ha quedado perplejo ante ti al escuchar tu voz cantar el melodioso susurro de esas misteriosas palabras murmuradas por lo bajo, en secreto, entre risas sofocadas. Y son mi deleite, diligentes y llenas de gracia, esas manos tuyas desplegadas al aire, jugando con las hojas del ceibo que corona tu blancura desangrándose. No es necesario más para morir renaciendo eternamente al espacio infinito de tu alma.

No me ves… y te veo.




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