A la calle, a por una caja de leche.
Compra rápida, pues el almacén está en la planta baja.
Vuelta al edificio. En la entrada, dos damas de largas faldas, muy recatadamente vestidas, llevan sendos maletines en una de sus manos y, en sus diestras, un folleto cuyo nombre alcanzo a percibir por el rabillo del ojo: "Atalaya".
Comprendo. En silencio y con una sonrisa, me abro paso hacia la puerta ofreciendo un "Buen día". Una de ellas me aborda a la voz de... "Disculpame, estamos ofreciendo...". No es necesario escuchar más, ya sé lo que continúa, vi esa película tantas veces en estos años que llevo andando mi camino... Mi "Te agradezco" es suficiente para dar por finalizado un diálogo innecesario que no tendrá lugar.
Llego hasta la computadora y, en silencio, dejo fluir la energía, que se ha liberado en mí como bocanada de aire puro, aclarando, despejando, más aún, mi cielo íntimo...:

"Yo soy mi Atalaya. Soy la esencia que me nutre con la vida, inabarcable, imposible de ser confinada a un dogma mezquino que sólo ve salvación dentro de los límites acotados de sus creencias y pone al acecho, como perro rabioso, la perdición afuera. Por eso, las religiones e ideologías no me conocen. No me encuentran los que me buscan en los pequeños corrillos mentales. En tales altares, en cambio, se ponen de pie y veneran sus miedos y sus convicciones vueltos sus propios dioses. Las llamadas "sagradas escrituras" que se disputan entre sí la hegemonía de Mi Verdad sólo encierran, entre sus tapas, una idea amasada con la forma de todas sus pretensiones.
Yo Soy El Uno que es Todo, IMPENSABLE."

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