Qué adormecido, a veces, vive el humano, como sumido en trance hipnótico. Ha ido entrando, sin darse cuenta y de la mano de la costumbre, en una corriente de automatismos, de actitudes repetitivas que lo arriman siempre hacia las mismas orillas en donde las aguas se estancan y oscurecen y el aire pareciera desvitalizado, enrarecido. Así, retroalimenta circuitos que se suceden invariable, indefinidamente, que lo vuelven tan gris, tan previsible.
De pronto y contra todo pronóstico algo ocurre, una situación extraordinaria llega y se planta en su día desafiándolo a una nueva experiencia...

Algo de eso me sucedió una noche. En el pueblo donde vivía, a causa de fallas técnicas, el suministro de la corriente eléctrica llevaba ya cortado unas once horas. Mientras brilló el sol no se notó tanto, sobre todo al aire libre, pero a medida que fue disminuyendo la luz natural, empezó a ponerse interesante. Decidí, entonces, no recurrir ni a velas ni a ningún otro tipo de iluminación de emergencia y aventurarme a probar lo diferente. Primero fue una ducha a oscuras lo que me demandó una reorientación espacial, una necesidad de ajustar mi centro de equilibrio, un sensibilizar mis manos, el tacto, un descubrirme desde el toque de un modo, por lo menos, distinto, una exacerbación de las sensaciones. En resumen, una placentera variante de un evento cotidiano. Luego fue una cena improvisadísima. Los tiempos fueron otros, hubo una mayor compenetración con mis movimientos, casi como si estuviera creando una coreografía que, seguramente, nunca más volvería a repetir. Hasta fue todo un deleite dejar de lado tenedor y cuchillo y comer con las manos, palpando texturas, imaginando colores y matices a partir del reconocimiento de olores y sabores. Con poco, casi nada, estaba haciendo de ese momento, que era causante de enojo y fastidio para muchos, una fiesta para mis excitados sentidos. Me acosté enseguida vencida de cansancio, pero desperté a la madrugada por el breve parpadeo de una lámpara que había quedado encendida. Sentí el impulso de ir hacia la puerta ventana de la habitación. La abrí y salí por ella a una noche infinitamente enigmática y estrellada. Y allí me quedé, en contemplación, en silencio, sin autos, sin luces artificiales, sin bullicio de gente yendo y viniendo... No hubo palabras. Aunque las hubiese buscado, no las había, no estaban. Se esfumó la percepción del tiempo. Todo era vivencia en la oscuridad, comunión, intimidad, éxtasis.

Ante lo nuevo, cabe protestar, rehusarse o aceptar. Siempre trae, la Vida, una ocasión renovada, aún en lo diminuto, para quien decida salirse de la huella, abandonar las mortales rutinas, intentar nuevos caminos, aquilatar la experiencia que nos devuelve a la integridad.













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