Me ha prestado sus ojos la melancolía. Me ha invitado a asomarme por ellos. Dudé un momento, pero, ya que lánguida insistiera, accedí a ver la vida desde su deriva. 
Acaso jamás sospechara tanto dolor... Eran dos luceros, caídos al mar de la tristeza, de una dulce niña que, sin consuelo, llorara sobre el blanco papel manchado ahora de tinta. Y decía la letra que aún se dejaba leer:

"... Ya no regreso.
No me extrañes. ¡Vive!
Adiós en este beso..."




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