De pequeña tenía esa innata, fascinante y curiosa habilidad de hacerme acreedora de las sospechas del mundo de los adultos. Bastaba que en casa algo se rompiera, o desapareciera de su lugar, o dejara de funcionar, o ... para que todas las miradas trazaran certeras directrices acusatorias hacia mi escaso metro de alzada a la voz de "qué hicisteeee!". No había posibilidad de argumentar en mi defensa: condenada de antemano, en mi condición de niña inquieta y curiosa y, ante la necesidad de los grandes de encontrar "responsables", pues resultaba dar yo perfectamente con el "physique du rôle". De modo que hube de elaborar algunas estrategias para abordar este asunto. Fui tanteando, entonces, y descubrí cuánto les calmaba y satisfacía que alterara "ligeramente" la veracidad de los eventos agregando o quitando, "hermoseando" el relato de lo acontecido, en resumidas cuentas, diciéndoles lo que ellos querían escuchar, no lo que en verdad había ocurrido. Y así es como aprendí a mentir, pues la evidencia mostraba que, en el mundo de los mayores, éste era el convencional modo de conseguir “absolución, aprobación, amor (a.a.a.) y una lista laaaarga de etc.” Fui creciendo y, paralelamente, perfeccionando mi estilo (requiere dedicación y tiempo) en la medida en que la sociedad iba demandándome nuevas “mentirosas verdades”, más elaboradas, originales, creativas… Hasta que, un día, ya no sabía yo si era la mentira que había hecho de mí, o la niña que había sido, o la de las transiciones entre una y otra o cuál (o “qué”). Uy, ¡en qué lío me había metido y qué mal se sentía! “Para qué todo esto, me dije, si, al fin de cuentas, nunca los conformo y termino perdiéndome a mí misma en mí misma!”. Rápidamente inicié la particular epopeya de “desaprender”, desarmar la laboriosa tarea que me tomara años (muchos de los que hoy tengo). Desde entonces en eso ando, ahora de nuevo viva y consciente (no se revierte en un día lo que se monta a lo largo del camino…).
He llamado a mi niña para liberarla y contarle que ya no necesitará seguir mintiendo, que “lo que es es lo que es”, ni más ni menos, mal que le pese al mundo, que no necesita maquillajes ni permiso para andar la vida, que las necesidades se sacian en la fuente interna no en surtidores ajenos, que la voz propia es personal e intransferible. Me miró, como hace ella, con su boca entreabierta (asombro), inclinó suavemente la cabeza y se rascó con su dedito índice, corrió su flequillo, perdió la mirada, se fue lejos (lejos…). Al volver me trajo una sonrisa nueva, genuina, simple y corrió enseguida debajo de la mesa de la cocina, como gustaba de hacer, a jugar fabulando que conducía el carruaje donde viajaba la princesa, hechas las riendas de los corceles con las patas de las sillas…





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