Es noche cerrada. Salgo a caminar. Unos pocos pasos bastan para adentrarme en el fragante bosque de pinos y abetos que embalsaman el aire con sus deliciosas resinas, justo al pie de la montaña. No interesa la oscuridad. Bastará con sentir el pulso de la tierra en mis plantas, dejar que mis pies copien amigablemente su relieve. Dejo que mis ojos se adapten a la escasa penumbra de un prematuro Cuarto Creciente. El aire fresco, aún no frío, de esta estación del año es particularmente embriagador, seductor. De todos modos, y a causa de una bruma fina que flota suspendida en el aire, llevo puesta mi chaqueta de piel sintética (segunda mano), un tanto raída por los años de uso, pero igualmente útil a la hora de resguardarme de la humedad ambiente. Me adentro en la espesura sin reparos. Si alguna certeza hay en mí es, precisamente, la de que no hay lugar en este mundo en donde me sienta más segura y a salvo que en compañía de estos gigantes añejos, solitarias presencias de escasas palabras susurradas con cierta reserva por el silbar suave del viento a través de sus hojas. Aquí, soy una más entre ellos. Aquí, palpita mi sangre. Aquí, la vida cobra, para mí, sentido y propósito, simplemente, el de ser. Mientras avanzo, voy andando sobre mis propios pasos y, a la vez, reinventando los senderos ya transitados. Nunca se recorre dos veces el mismo camino, del mismo modo en que no trae, la brisa, dos veces el mismo aroma.


Libero mi mente. Me dejo llevar a ninguna parte para llegar al lugar exacto, a mí misma...





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