Iba caminando a cualquier parte, sin rumbo, como quien hace tiempo y, simplemente, se deja llevar por sus propias pisadas. No sabía a dónde iba a dar, tampoco importaba. Luego tomó un colectivo sin saber su trayecto y tampoco importaba. Estuvo ausente durante el viaje, fugada a otras realidades, cualquier realidad, no importaba. El coche llegó al final de su recorrido. Había que bajarse. No apresuró el paso. Se tomó todo su tiempo. Pero "todo su tiempo" se terminó y, en un instante, ya estaba con ambos pies fuera (o dentro). Siguió caminando. Últimas luces de un ocaso ya cercano. Anduvo vagando un tramo, mirando sin ver. Cruzó una plaza. Y continuó. Una pareja besándose en una esquina y continuó. Un corro de niños haciendo bulla con palos y latas viejas y ... continuó. Junto al cordón de una vereda la amedrentó un gran charco de agua. Grande. Muy grande. Lo suficiente como para que, en el intento de saltarlo, viera su propio reflejo en el espejo. Ya había llegado a destino.






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