Andar el Camino, día a día, es saborear terrenos siempre cambiantes. Una lacia llanura tapizada de verdes, agradable, ligera, de pronto, da paso a la empinada cuesta de una montaña, escabrosa, desconsideradamente ripia, que promete que el descenso será, como poco, agotador y vertiginoso. Ahora, alcanzamos un pantano y caminamos hundidos en el fango hasta la barbilla, sofocados, con el suelo variando bajo nuestros pies, inestable, resbaladizo. Aún, el cruce de un río de aguas bravas y habrá que buscar un punto de equilibrio interno para atravesarlo sin perdernos en la corriente. Penetramos en las umbrías espesuras del bosque, tan bello como denso, silencioso, expectante. Ora será el desierto con un sol calcinante, sin reparos, sin agua, sedientos, ora, la fría estepa, destemplada, ardiente a su modo. Brisas y tempestades, hambre y fatiga, remanso bajo la amable sombra de los árboles y, de nuevo, la llanura para reiniciar el periplo, que es el Juego mismo.
Cada avance (y también cada retroceso), un aprendizaje, un moldear el temple, un desafío, el recuerdo tangible de que estamos vivos, oteando siempre el horizonte.


Baqueanos de la Vida...




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